Corrupción, violencia e impunidad: el costo para México

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El Estado Mexicano no es la corrupción, pero sí que vive una profunda crisis de eficacia institucional que le ha impedido contener la violencia y permitido que las estructuras de gobierno sean penetradas por la delincuencia organizada, debido a actos de corrupción y complicidad delictiva.



Claridoso, categórico y contundente como es, mi tocayo Alejandro González Iñárritu declaró hace unos días a un diario italiano que en México el Estado es la corrupción.

Con sus matices, difícilmente se puede descalificar lo que ha dicho nuestro recién galardonado cineasta, sobre todo si tomamos en cuenta que de 2012 a 2014 nuestro país ocupó el último lugar dentro del bloque de los 34 países que integran la OCDE, en el Índice de Percepción de la Corrupción que realiza Transparencia Internacional para medir los niveles de corrupción que existen en el sector público de los 177 países que conforman la muestra.

Ahora que si a la declaración del también productor y guionista le agregamos que, como sistema de instituciones, al Estado le ha sido asignada la responsabilidad constitucional de mantener la gobernabilidad, salvaguardar el control territorial, los bienes y recursos naturales de la nación, garantizar la seguridad pública y la impartición de justicia, funciones todas ellas en las que nuestras instituciones acusan ciertos déficits, ya sea por descoordinación de los tres órdenes de gobierno, ineficacia o falta de probidad de algunos funcionarios encargados de aplicar las políticas públicas bajo su responsabilidad, bien podemos precisar los matices y sostener que algunas áreas del Estado Mexicano acusan un preocupante deterioro de imagen y credibilidad que magnifica el fenómeno de la corrupción, sin que ello signifique que todo el Estado es la corrupción.

Sin embargo, si ampliamos el radar e incluimos en este comentario a un cierto tipo de políticos (de todos los partidos) y funcionarios públicos -algunos de los cuales viven bajo el estigma de ser corruptos o corruptores, además de disfrutar del fuero, las dietas, compensaciones adicionales, bonos y gastos de representación que les son facilitados al formar parte del juego perverso de la corrupción político-electoral- que se deriva de la falta de mecanismos transparentes para elegir a los primeros y designar a los segundos, abriéndoles el camino para que en innumerables casos realicen negocios privados con bienes públicos y que a sus filas se cuelen personajes ligados a la delincuencia organizada, podemos decir que nos enfrentamos a una situación que amplifica el desprestigio de las estructuras del Estado y daña a la sociedad entera, empeñando el desarrollo y bienestar de todos los mexicanos.

Respecto al origen de la delincuencia organizada y la violencia delictiva que se deriva de sus actividades, es de reconocer que ésta no es exclusiva responsabilidad del Estado Mexicano pues existente factores de orden global que contribuyeron a engendrarlas y han permitido su expansión, diversificación y permanencia. Pero en ello sí tiene mucho que ver la falta de previsión y responsabilidad ética de nuestras autoridades, instituciones y políticos, quienes no han sido lo suficientemente eficientes para advertir, prevenir y resolver los efectos nocivos que tiene para la vida pública.

Bajo estas consideraciones podemos decir que el Estado Mexicano no es la corrupción, pero sí que vive una profunda crisis de eficacia institucional que le ha impedido contener la violencia y permitido que las estructuras de gobierno sean penetradas por la delincuencia organizada, debido a actos de corrupción y complicidad delictiva. Particularmente en los gobiernos estatales y locales… aunque no sólo en ellos.

El costo de la corrupción y violencia criminal tiene efectos sumamente graves para el desarrollo económico, social y político, presente y futuro, de México, como dejan ver diversos estudios y reportes nacionales e internacionales. Entre ellos, el Semáforo Económico México ¿Cómo vamos? que recientemente reportó que la corrupción ha impedido que el país reciba inversiones empresariales estimadas en 341 mil millones de pesos, a precios actuales. Lo que genera una pérdida de 2% en el crecimiento del PIB.

Más aún, el combate al narcotráfico y los costos de la violencia criminal demandan del Estado un despliegue de recursos económicos, institucionales, tácticos y humanos para mantener el orden social e institucional -a través de la policía, el sistema judicial y el penitenciario- que en 2013 le significaron al país un costo de 173 mil millones de dólares, que equivalieron al 9.4% del PIB, de acuerdo con las estimaciones realizadas por el Instituto para la Paz Mundial, dados a conocer a mediados de 2014.

Pero lo peor lo encontramos en los efectos que esta situación genera en la vida de las personas, muchas de las cuales han cambiado sus hábitos personales y familiares, sus formas de convivencia comunitaria y realizan inversiones económicas significativas para contrarrestar el temor que les propicia los altos índices de inseguridad y violencia, cuyo costo estimado en 2013 fue de 213.1 mil millones de pesos; equivalente al 1.27 % del PIB.

Esto, sin dejar de considerar la pérdida de credibilidad en nuestras instituciones responsables de impartir justicia y perseguir al delito, que se han visto desacreditadas por su falta de eficacia para dar respuesta a las demandas de la sociedad, quienes en el mismo año en comento dejaron de denunciar 31 millones de delitos por falta de confianza en la autoridad, como reporta la Encuesta Nacional de Victimización (ENVIPE 2014).

De no atender los efectos perniciosos que genera la corrupción, la violencia e impunidad, nuestra economía difícilmente mejorará, perdiendo con ello la oportunidad de producir bienes y servicios equivalentes al monto de las inversiones que se dejan de recibir y de los gastos que se realizan para combatir al crimen organizado, lo que impacta directamente en la creación de empleos y satisfactores sociales que son necesarios para mejorar las expectativas de vida de un sector importante de la población nacional y crear el capital humano que requiere nuestra economía.

En ese terreno, nuestros gobernantes, partidos políticos, organizaciones empresariales, de la sociedad civil y la ciudadanía toda, estamos llamados a emprender las tareas que a cada uno corresponda para reconstruir el camino de la paz y el orden institucional que necesitamos para detonar el desarrollo, pues el peso del desprestigio que carga el Estado nos afecta y compete a todos como nación. ¿No cree usted?

Por: Alejandro Martí

Fecha de Publicación: 18 de marzo del 2015

Fuente: Animal Político

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